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¿Cuántas vidas caben en una vida? Esa es la pregunta central que motoriza Flor imperial, el último libro de la escritora argentina Carola Lagomarsino. En su nueva novela, la autora de La dama de las misiones, El hijo del río y La niña café regresa con una aventura sobre la resiliencia ante la adversidad y la resistencia ante un mundo demasiado injusto.
Con solo diez años, Martin Hall, el personaje principal, es testigo de cómo condenan a su padre a la horca. Su madre, temerosa de no poder hacerse cargo de sus cinco hijos y terminar en la indigencia, decide pedirle ayuda a una tía, que le consigue pasajes a sus sobrinos para que prueben suerte a miles de kilómetros de su Inglaterra natal.
Así, estos jóvenes emprenden un largo viaje en barco hacia Argentina que, en 1905, era para muchos europeos una lejana “tierra prometida”. Pero, al llegar, el pequeño Martin se decepciona al notar que en Buenos Aires nada es mejor ni más sencillo que en Londres: ahí también reinan el desamparo y el hambre.
Su suerte cambia cuando los anarquistas lo suman a sus filas pero, una vez más, Martin tendrá que enfrentarse a la muerte, al dolor y a la culpa. Con la fuerza de la ambición corriendo por sus venas y la búsqueda de justicia que le legó su padre, decide salir de gira con el Circo Ruso para vivir las más increíbles aventuras en la selva misionera y enamorarse perdidamente de una mujer única.
Flor imperial, editada por Plaza & Janes, es una novela que desnuda con humor y profundidad la esencia del ser humano y la incansable capacidad de luchar por sus sueños.
Manchester, Inglaterra, 1905
—¡Eso es lo que les pasa a los que van por mal camino! —sentenció una mujer con cara de harpía que no se perdía un detalle de la escena.
Sucedió un día lluvioso, ante un círculo de curiosos, un conjunto de personas tan grises como los techos de las casas cubiertas de hollín.
El niño no debía tener más de doce años, pero cuando el policía se llevó a su padre, mordió con tanta desesperación la mano que apresaba el brazo del condenado que el grito del uniformado se oyó hasta los límites del pueblo, allí donde terminaba el dominio de los humanos y empezaba el de las ovejas.
Las lágrimas brotaban abundantes de los ojos del pequeño; lo único que conservaría de ese día en su memoria sería la imagen empañada de un hombre que le sonreía. Recordaría para siempre sus últimas palabras: “Never bow your head to injustice my boy!”.
Cuando arrancó el Ford, el niño se lanzó corriendo detrás del vehículo de la penitenciaría, siguió hasta donde sus piernas podían sostenerlo, corrió a toda velocidad, saltó varios puestos de verduras, se trepó a los techos de las casas y siguió saludando con la mano aun cuando el vehículo no era más que un punto en el horizonte.
Se quedó solo un largo rato, adosado a una chimenea, contemplando, triste, las casas de ladrillos de la ciudad fabril, los meandros del río Irwell, el acueducto, la torre de la catedral y más allá, las laderas todavía cubiertas de nieve. Llegó a su casa sin pisar la calle. El sol ya se ponía. Bajó deslizándose por un caño grueso y cuando su madre le abrió la puerta, lo vio tan desolado que no le dio el corazón para retarlo por el desgarro que tenía en el forro de su chaqueta.
Luego de enterarse de que su marido había sido condenado a la horca, la señora Hall pasó varios meses en cama, sumida en la más profunda desolación. El temor a caer en la indigencia fue lo que la empujó a tragar su orgullo y pedir ayuda a la familia antes que al Estado.
De los cinco hijos del matrimonio se hizo cargo una tía que, viendo la situación del hogar, tomó la iniciativa de escribir a un pariente en Argentina y puso a los dos mayores en el primer barco rumbo a América. Al final de ese mismo año, Martin Hall, arrastrado por Rose —su hermana mayor, de diecisiete años—, buscaba, en el trajín de la cubierta, la puerta de su camarote de tercera clase en el Alcántara, de la compañía de navegación Royal Mail Steam. El flamante transatlántico zarpó de Southampton hacia América del Sur. Era el barco a motor más grande en servicio, de un aspecto muy inusual: dos chimeneas mochas anchas y horizontales en su parte superior, dos mástiles y una popa de crucero.
Por todo equipaje, los Hall llevaban un pequeño bolso con dos mudas de ropa, una Biblia y un papel donde figuraba el nombre y la dirección de un desconocido residente en tierras tan lejanas que parecía tratarse de otro planeta.
Rose, una joven muy práctica, encontró rápidamente a una familia que la aceptó para que se encargara de la educación de sus hijos durante la travesía a cambio de unas monedas que le permitirían conseguir comida para ella y su hermanito; por lo menos, tendrían un plato caliente por día. Pero Martin, acechado por el hambre a pesar de los esfuerzos de su hermana, resolvió encontrar él también una manera de ganarse el pan. Lo único que tenía para ofrecer era su agilidad.
Era un niño delgado, bien proporcionado, con una cabeza que funcionaba tan rápido como su cuerpo. Sabía que, por su humilde extracción, no lo dejarían trabajar en primera clase; buscó entonces convertirse en el ayudante de algún marinero vago o añoso, gustoso de conseguir a alguien que hiciera el trabajo en su lugar. Se presentó discretamente a todos los miembros de la tripulación que encontraba a su paso. Su personalidad serena y su gran destreza física llamaron la atención de un marinero que le ofreció secundarlo en varias tareas de a bordo: verificación diaria de los distintos aparejos del barco, material de carga y descarga, sogas, cabos, ganchos, bombas, manguera, tareas de limpieza general y, sobre todo, eliminación del óxido y agua salada en los vidrios y superficies de las cubiertas.
Una mañana, la joven señorita Hall se percató de las maniobras de su hermanito. Al caminar hacia el camarote donde la esperaban sus alumnos, Rose ahogó un grito al verlo suspendido a varios metros de la cubierta principal, con un balde atado a la cintura y un cepillo en la mano, silbando una melodía de su tierra natal. Pero al morder la manzana jugosa que le regaló unas horas después, no tuvo corazón para retarlo:
—¡Usted es incorregible! Tenga solamente cuidado de no matarse, no tengo ganas de llegar sola a tierra extraña.
Como toda respuesta, Martin le ofreció su mejor sonrisa. Era un niño de pelo castaño, mirada chispeante, travieso, pero sin maldad. La señora Hall rezó todas las noches pidiéndole a Dios que sus hijos llegaran sanos y salvos, sabía que nunca los volvería a ver. Guardó las primeras cartas de Rosy dobladas contra su pecho hasta que el papel, amarillento y delgado, se confundiera con su piel. Martin era su hijo preferido. No lo alejaba de ella porque fuera el más difícil de criar. Al contrario, sabía que tenía la destreza suficiente para forjarse un destino mejor. Se lo entregaba al mar, al cielo, al azar de la vida, sabiendo que la separación sería para ella una herida que nunca cicatrizaría.
Además de poder alimentarse bien, al estar ocupados con sus respectivas tareas, el viaje se hizo más entretenido para los hermanos Hall. Era solo a la caída del sol, antes de dormirse, que Martin sentía un pinchazo en el pecho. Nunca hubiese admitido que se trataba de miedo, de temor a lo desconocido. Entonces saltaba de su litera y salía a mirar el mar, pensando en su padre; le prometía que iba a convertirse en un hombre rico y libre en esas tierras, pero, sobre todas las cosas, un hombre que lucharía toda su vida contra las injusticias. Esas ideas, tal vez pueriles, le daban fuerzas para enfrentar un destino lejos de todo lo que conocía.
Se volvió una rutina. Todas las mañanas, lo que motivaba a ese cuerpo de niño para abrir los ojos y levantarse era la promesa de ver el amanecer sobre el mar. El jefe de cocina le permitía sentarse media hora en un rincón de la cubierta de primera clase para comer el pan que sobraba de la noche con una fina capa de manteca y azúcar, y un poco de té. El pequeño Martin se quedaba en silencio, atento de no dejar caer ni una miga en el suelo, y contemplaba la inmensidad del océano. Era su momento, unos minutos de eternidad solo para él, y el pan duro que a veces le raspaba las encías era entonces el más sabroso del mundo, porque contenía en su corteza todo lo que significaban esas mañanas: la complicidad del jefe de cocina, el calor del sol sobre su rostro, los aromas del mar, las pepitas de luz que brillaban entre las olas y la ilusión de ser un niño de primera clase.
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, pero emigró a Francia cuando era niña.
♦ Se crió en el seno de una familia de artistas en París, donde obtuvo el Bachillerato en Letras y Filosofía y un diploma en Turismo especializado en Historia del Arte.
♦ Regresó en 2001 a la Argentina, donde se licenció en Psicología Clínica y fundó junto a su marido un hotel boutique ubicado en la selva misionera.
♦ Es autora de libros como La dama de las misiones, El hijo del río y La niña café.
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Según infobae.com