La nueva baja por menstruación aprobada en España refleja una realidad: nos estamos quedando cortos

La nueva baja por menstruación aprobada en España refleja una realidad: nos estamos quedando cortos

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En junio de 2021, el Ayuntamiento de Girona acordó introducir los permisos menstruales en su convenio colectivo. Era solo el principio. Un poco después, en septiembre de ese año, el de Castellón de la Plana hizo lo mismo y, en los últimos dos años, las polémicas en torno a "las bajas por reglas dolorosas" han sido recurrentes (y no solo en la administración). Ayer, finamente, el Congreso de los Diputados las aprobó para todo el territorio español.

Es una cambio importantísimo en materia laboral y no solo por sí mismo. Sino porque señala un problema endémico de la relación entre el sistema médico y el mundo del trabajo. Un problema que puede resumirse en una sola frase: llevamos años quedándonos cortos en temas de salud laboral.

"La prosperidad mata"

En 2016, la revista Lancet publicó un estudio muy interesante que, paradójicamente, sorprendió a la opinión pública. En el trabajo, los investigadores de la Universidad Complutense y el Instituto Carlos III descubrieron que durante los primeros años de la crisis económica de 2008 se produjo un descenso de la mortalidad por todas las causas. Un descenso que, además, era mucho más grande en los niveles socioeconómicos más bajos.

Decía que la sorpresa es "paradójica" porque desde hace un siglo sabemos que la mortalidad es 'pro-cíclica'. Es decir, cuando la economía va bien muere más gente que cuando la economía se estanca o decrece. A más trabajo, a más crecimiento económico: más muertes. En el 77, Joseph Eyer llegó a publicar un trabajo llamado "La prosperidad como causa de muerte". Es decir, podremos discutirlo más o menos, pero sorprendente no es.

Al fin y al cabo, hay buenas razones para aceptar esto: cuando la economía va bien, la gente trabaja más (se hacen más horas extras, se tienen más accidentes laborales, se producen más externalidades negativas); la gente conduce más (hay más accidentes de tráfico, hay más contaminación); la gente consume más (especialmente cosas que nos hacen mal como el tabaco, el alcohol y otros tipos de productos).

Aunque hay teóricos para todos los gustos, esto no quiere decir, evidentemente, que tengamos que renunciar al crecimiento, al desarrollo o a la prosperidad. El decrecimiento, el estancamiento sistémico o la miseria tienen su propios problemas (y no son pocos). Basta con admitir que el funcionamiento normal de las economías contemporáneas tiene cosas buenas, pero también cosas malas.

Cosas que se pueden evitar

Al menos, en el plano teórico. Ese y no otro ha sido el objetivo de prácticamente toda la legislación laboral desde la revolución industrial hasta nuestros días: encontrar un equilibrio entre la maximización del desarrollo económico y la minimización de sus impactos negativos en los trabajadores y en la población en general.

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Además de todas las cuestiones anejadas a la geopolítica, hay cierto consenso entre los historiadores económicos en que la gran expansión de la productividad en los años 50 fue un factor clave en el desarrollo de los estados de bienestar de la misma forma que el estancamiento de esta en los 80 fue uno de los detonantes de los grandes procesos de desregulación que, a falta de un nombre mejor, llamaremos 'neoliberalismo'.

Es razonable, desde un punto estrictamente macroeconómico (y a riesgo de caer en cierto materialismo cultural), que el aumento de productividad que han permitido las tecnologías de la información venga aparejado con nuevos "derechos sociales" y regulaciones más estrictas de las externalidades positivas.

Como un caso particular de estas últimas puede entenderse, sin ir más lejos, todas las normativas relacionadas con el cambio climático. Casos particulares de lo primero son medidas como los permisos vinculados a la menstruación, pero también buena parte del aumento de atención sobre los problemas de salud mental en los últimos años.

Polémico, pero necesario

Por esperadas, este tipo de medidas suelen ser polémicas. Primero, porque no suele ser fácil saber qué medidas son las mejores.  Los modelos económicos nos pueden hablar de tendencias a largo plazo, pero los ecosistemas sociales son tan complejos que rara vez se regulan por "leyes sencillas". Y como habitualmente no tenemos contrafácticos, una mala política puede "parecer" que genera buenos resultados aunque, en efecto, no los esté generando.

Y, segundo, porque si se trata compensar daños y redistribuir beneficios, no siempre imperan los criterios técnicos, éticos o restaurativos; a menudo imperan cuestiones de oportunidad política, sustrato cultural o distribución desigual del poder. En el caso que nos ocupa, es curioso que pese a que la regulación es pionera en Europa; haya países como Japón, Indonesia o Zambia que ya lo contemplan.

No obstante, si nos abstraemos un momento del debate legal y económico y enmarcamos el debate en términos de salud pública, la cuestión es clara: aunque hemos avanzado mucho, el desarrollo económico sigue siendo malo para la salud y eso solo puede significar que falta muchísimo trabajo por delante.

Imagen | Annika Gordon

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