No falla. Parece matemático. Cada seis meses, el mundo redescubre el hormigón romano y alucina con la durabilidad de un material que permite que el Panteón de Agripa lleve 2.000 años en pie (mientras los hormigones modernos se agrietan a las pocas décadas). De paso, casi con la misma regularidad, hay algún científico o ingeniero que asegura haber encontrado el secreto clave de que eso sea así. Ahora le ha tocado al Instituto Tecnológico de Massachusetts y, como de costumbre, la historia no es exactamente lo que parece.
¿Qué dice el estudio? Los investigadores del MIT han estudiado unos pequeños trozos de cal que se encuentran habitualmente en el hormigón romano: los 'clastos de óxido de calcio'. Este tipo de estructuras se han estudiado mucho en las infraestructuras romas situadas en contextos marítimos y, desde hace años, se ha relacionado con cierta capacidad "autorregenerativa" del material.
Según algunos científicos, el agua que entraría por las grietas del hormigón arrastraría los iones de calcio de los clastos en un proceso que acabaría formando calcita y sellando las grietas. El trabajo del MIT de los últimos días, estudia esos clastos también en el hormigón terrestre y teoriza que son resultado de que los romanos añadían cal viva a la mezcla del hormigón (en lugar de la cal apagada — el hidróxido de calcio — clave de las reacciones puzolánicas).
Más allá de eso, los investigadores hicieron varias mezclas con cal viva y comprobaron que, según su teoría, en estas mezclas nuevas se generaban clastos de cal (y se formaba calcita que reparaba las grietas). Como dice Brian Potter, el descubrimiento es interesante a nivel histórico. Pero, pese a los intentos de vendérnoslo como algo revolucionario, es potencialmente inútil.
¿Inútil? Sí, inútil. Cuando se habla de hormigón romano se suelen cometer un montón de errores, pero hay dos recurrentes: el primero, como nos recuerda siempre Manuel F. Herrador, profesor de Hormigón Estructural de la Escuela de Caminos de la Universidade da Coruña, es "el sesgo del superviviente". La idea de la extraordinaria calidad del hormigón romano viene de estudiar, precisamente, las mejores estructuras que hicieron, las que mejor se han conservado. En cambio, la mayor parte de lo que construyeron los romanos ya ha desaparecido por completo y no se puede estudiar.
El segundo error es que estamos comparando 'churras con merinas' a nivel funcional. Por ser claros, con el hormigón romano no podríamos hacer ni una décima parte de las cosas que hacemos con los hormigones modernos. El ejemplo más claro son los hormigones armados (es decir, la mezcla del hormigón con el acero de refuerzo). Estos materiales permiten resolver muchísimos de los problemas estructurales que presenta el hormigón (permiten, de hecho, que podamos construir edificios como los actuales con "piezas" largas y relativamente estrechas; algo imposible con las técnicas constructivas romanas), pero a cambio de esas ventajas, tenemos que pagar un costo. El más evidente: las estructuras se corroen antes.
Hacemos el hormigón que queremos hacer. Esto quizás sea lo más importante a tener en cuenta cuando hablamos de hormigón romano: no hacemos "hormigón a la romana" porque no queremos; porque no nos vale para lo que queremos conseguir. El mismo Potter pone ejemplos (los templos hindúes y budistas construídos para "durar más de 1000 años") que muestran que la ciencia y la tecnología actuales permiten hacer auténticas virguerías. La pregunta es si queremos hacerlas en un mundo que cambia de forma tan rápida y no, por mucho que nos gusten los romanos, no queremos. Menos mal: eso nos permite ir mucho más lejos.
Imagen | Dimitry B